En estos días Navideños... y en los pasados dias de Adviento, he estado pensando que todo esto que es el Cristianismo y la Civilización Occidental tiene su inicio y raiz en las palabras del ángel Gabriel: Ave María.
Todo lo demás ha ocurrido después. Durante veinte siglos. Gabriel dice a María: -Has encontrado gracia delante de Dios-. Y María afirmará después: -Todas las generaciones me dirán afortunada-.
Por supuesto, muchos no creen esta historia. Es tan sencilla que parece un cuento. Y como cuento, a muchos les gusta oirla cada año entre villancicos y regalos de Navidad.
Bueno, hablando de historias que parecen cuentos, en el Evangelio aparece la historia del Centurión romano. Este tiene un criado al que mucho quiere, y que está muy enfermo y quiere que Jesús lo cure. Pero, sugiere al Maestro la forma o el modo de hacer el milagro que él pide.
-Ordénalo con tu palabra. Porque yo que soy un simple capitancito tengo tenientes y sargentos a los que digo ven y vienen, o vayan y van-
- Ni en Israel he visto una fe tan grande-. Y el criado quedó sano.
Yo no sé desde cuando, en la misa, en el momento en que el sacerdote levanta la hostia y dice: -Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Dichosos los invitados a la cena del Señor- los fieles repetimos las palabras del centurión: -Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme.
Ignoro en que Concilio o cual de los sabios de los primeros tiempos del Cristianismo introdujo en la misa esta historia del centurión.
Este sabio debió tener muy presente la Carta de Pablo a los Corintios donde habla desde Atenas de la disciplina que tienen los atletas que compiten en Las Olimpíadas. Pablo receta esta disciplina para ganar el Cielo, -Una corona que no se marchita-.
Por supuesto, aseguro yo, sin disciplina no se ganan coronas, ni para la tierra, ni para el Cielo.
Por eso yo, despues de repetir, en la misa, las palabras del centurión: Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme- (y todavía de rodillas) agrego en silencio: -Señor, soy tu centurión, disciplinado y creyente-.
Un abrazo,
Tiberio
En estos días Navideños... y en los pasados dias de Adviento, he estado pensando que todo esto que es el Cristianismo y la Civilización Occidental tiene su inicio y raiz en las palabras del ángel Gabriel: Ave María.
Todo lo demás ha ocurrido después. Durante veinte siglos. Gabriel dice a María: -Has encontrado gracia delante de Dios-. Y María afirmará después: -Todas las generaciones me dirán afortunada-.
Por supuesto, muchos no creen esta historia. Es tan sencilla que parece un cuento. Y como cuento, a muchos les gusta oirla cada año entre villancicos y regalos de Navidad.
Bueno, hablando de historias que parecen cuentos, en el Evangelio aparece la historia del Centurión romano. Este tiene un criado al que mucho quiere, y que está muy enfermo y quiere que Jesús lo cure. Pero, sugiere al Maestro la forma o el modo de hacer el milagro que él pide.
-Ordénalo con tu palabra. Porque yo que soy un simple capitancito tengo tenientes y sargentos a los que digo ven y vienen, o vayan y van-
- Ni en Israel he visto una fe tan grande-. Y el criado quedó sano.
Yo no sé desde cuando, en la misa, en el momento en que el sacerdote levanta la hostia y dice: -Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Dichosos los invitados a la cena del Señor- los fieles repetimos las palabras del centurión: -Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme.
Ignoro en que Concilio o cual de los sabios de los primeros tiempos del Cristianismo introdujo en la misa esta historia del centurión.
Este sabio debió tener muy presente la Carta de Pablo a los Corintios donde habla desde Atenas de la disciplina que tienen los atletas que compiten en Las Olimpíadas. Pablo receta esta disciplina para ganar el Cielo, -Una corona que no se marchita-.
Por supuesto, aseguro yo, sin disciplina no se ganan coronas, ni para la tierra, ni para el Cielo.
Por eso yo, despues de repetir, en la misa, las palabras del centurión: Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme- (y todavía de rodillas) agrego en silencio: -Señor, soy tu centurión, disciplinado y creyente-.
Un abrazo,
Tiberio
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